Fuentetaja: Los fantasmas de la noche.
- Ludwig V. Burkes
- 28 abr 2023
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 29 abr 2023
En aquella época solía quedarme en mi despacho hasta las diez u once de la noche. Tenía que terminar mi tesis y las obligaciones de mi docencia no me permitían dedicarle mucho tiempo durante el día. En cualquier caso, en casa no me esperaba nadie así que tampoco me costaba mucho quedarme en la Escuela. Mi mujer y mi hija vivían en Jimena, un pueblo a dos horas y media de coche. Me venía a Sevilla los lunes muy temprano y me iba los viernes al medio día.
Bien pasadas las diez decidí dar de mano. Cogí mi paraguas salí de mi despacho. Cuando llegué a la salida del edificio fui a sacar la tarjeta magnética para abrirla y me percaté de que me había dejado la cartera arriba. El problema es que mi despacho está dentro de un departamento cuya puerta se abre también con esa misma tarjeta, de manera que me había quedado encerrado en los pasillos. Una contrariedad que no debía ocasionarme más que un ligero retraso en mi salida. Pensaba para mí.
Normalmente, cuando salía a esta hora siempre me encontraba por los pasillos y escaleras a otros compañeros rezagados como yo, pero aquel día llovía a cántaros y se ve que la gente huyó a sus casas más temprano. No obstante siempre está el guarda de seguridad. Fui a su puesto pero no lo hallé. Debía estar haciendo la ronda.
Me dispuse a hacer algo de ejercicio subiendo y bajando escaleras y recorriendo pasillos en la oscuridad hasta encontrarlo. El edificio tiene cuatro plantas que rodean a un núcleo central formado por dos patios interiores y la biblioteca. Las plantas de oficinas y aulas se asomaban a los patios por barandillas jalonadas por columnas forradas de metal, así que sería fácil localizar al guarda, especialmente si llevaba linterna, como era de esperar. Después de una vuelta completa no vi a nadie, lo que me empezó a mosquear.
No hacía mucho que me había comprado el primer móvil de mi vida y en aquellos días esos cacharros eran realmente teléfonos. En mi agenda solo tenía los teléfonos de mi mujer y algunos amigos del pueblo, que me eran de muy poca ayuda en ese momento.
Me fui a la puerta acristalada del edificio por si veía pasar alguien por la calle, pero en aquella zona no había ni viviendas ni comercios, así que a aquellas horas y con la que estaba cayendo como si hubiera estado en medio del Sáhara. Volví a dar otra ronda por todo el edificio, esta vez gritando al guarda. Llegó un momento en que me dolía la garganta tanto que usé mi paraguas para golpear las columnas metálicas a modo de campanas. Pero nada, nadie aparecía. El ruido de la lluvia en los techos altos de los patios interiores, las sombras que la tenue luz de los tragaluces proyectaba sobre aquella oscuridad cavernosa, el cansancio de todo un día dándole a la cabeza, todo junto empezó a hacer mella en mi estado mental.
Cuando estaba harto de dar paraguazos en las columnas, un ruido espeluznante comenzó a sonar recorriendo a gran velocidad los pasillos de un lateral del edificio. Al volverme a mirar, me quedé petrificado con escalofríos recorriéndome la espalda al ver que las luces se iban encendiendo a la par que el ruido avanzaba. No soy dado a creer en historias de fantasmas pero en aquél preciso instante mi mente estaba en manos de sensaciones. De pronto, el hechizo se rompió con la algarabía de gente entrando en el edifico. Era el personal de limpieza que metía mano a cerca de la media noche. Una vez devuelto al mundo de los vivos, comprendí que el ruido venía de los tubos fluorescentes encendiéndose en cascada a la hora prevista para la limpieza. Cuando estaba contando mi peripecia a una limpiadora con la que solía tener buen trato, salió el guarda de un cuarto junto a su puesto. ¿Qué había estado haciendo? No lo puedo asegurar, aunque tengo mis sospechas. Una cosa sí que estaba clara: definitivamente, seguía en el mundo de los vivos.
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La práctica de la semana vigésimo tercera tenía dos partes: cada alumno propuso una anécdota real suya que tenía que relatar. Escribimos una frase para describir la anécdota y se la dimos a la profesora. Ésta las barajó y dio una a cada alumno. Teníamos que relatar la anécdota de otro compañero, pero sin conocerla, solo el título. Luego comentaríamos en clase cuál de los dos relatos era más verosímil: el real o el inventado. Yo propuse la que he escrito en esta entrada, que es, por supuesto, real.
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