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Fuentetaja: La tía Consuelo

Actualizado: 1 jun 2023

Hacía ya años que él nos dejó pero algo me dice que ella nunca llegó a dormir sola. La tía Consuelo vivió siempre muy enamorada de su Paco, del tío Paco. No es que no tuviesen sus enfados, que eso sería sobrenatural, pero no eran frecuentes ni duraderos y apenas dejaban cicatrices. Las malas pulgas del destino quisieron que nunca le agarrasen las criaturas en su vientre, pero ella era única haciendo de tripas corazón, y pudo llevar una vida con su marido envidiable, yendo de aquí para acá, manteniendo varias casas, mudándose cada no muchos días de la ciudad al campo, y del campo a la playa.


La tía Consuelo tenía un carácter único, reía con cualquier cosa y, a pesar de tener una manía asfixiante con la limpieza y el orden, era capaz de estar en ambientes mucho menos pulcros sin incomodar a los que la acompañaban. Se preocupaba por los demás y ayudaba discretamente a quien lo necesitaba en la medida de sus posibilidades.


El tío Paco era un hombre de carácter. A los dieciocho años había sido teniente en el frente, lo que le permitió, por otra parte, vivir el resto de la vida sin malgastarla buscando dinero. Entre la pensión militar y su cartera de seguros vivía confortablemente sin poderse decir que fueran ricos. Incluso había quien decía que gente con más dinero que Paco había muchísima, pero que viviese mejor que él muy poca.


La tía Consuelo era todo limpieza y el tío Paco todo meticulosidad y orden. Los dos se compenetraban casi a la perfección. La capacidad de gestión de él unida a la diferencia de edad – él le llevaba unos diez años – facilitaban que fuesen felices en sus papeles: ella la reina de su casa y él dueño y señor de todo lo que tuviese que ver con el mundo exterior.


Pero llegó el día en que el tío Paco nos dejó a todos, aunque, si soy sincero, tengo mis dudas de si ese “todos” la incluía a ella. Por supuesto que lloró, y mucho, la pérdida de su consumido cuerpo. Mi hombro fue testigo de ello mojándose con sus lágrimas. Su Paco, aquel hombre alto y guapo que la hacía ruborizar de niña diciéndole que algún día se casaría con ella, ya no era más que un puñado de cenizas. Pero ¿Y si el tío Paco nunca la abandonó?


La tía consuelo siguió haciendo su vida con las mismas ganas de siempre. Cambió el campo por un chalet en un pueblo cercano y siguió la vida nómada que acostumbraba. De la ciudad al chalet, del chalet a la playa, y vuelta a la ciudad, solo que ahora conducía ella, o eso parecía. Siguió viéndose regularmente con sus amigas, que las tenía en todas partes. Cuando la visitaba era raro que no la llamaran dos o tres veces para charlar con ella.


Aunque hizo obras en su piso, el aire era el mismo de siempre y uno tenía la sensación de que el tío Paco dormía la siesta en su cuarto. Su magnífico despacho, justo enfrente de la puerta de entrada, seguía igual, con todas las cosas en orden: la imponente estantería que cubría toda una pared hasta el techo, con dos capas de libros en cada estante, todos perfectamente fichados como correspondía a una mente minuciosa; el venado sobre su sillón, el lince en la chimenea; los abrecartas, pisapapeles, lápices y plumas perfectamente distribuidos alrededor del cartapacio de cuero labrado. Todo en perfecto estado de revista como si él acabase de salir por la puerta al cuarto de baño.


Cuando la tía Consuelo se enfrentaba a cualquier situación incómoda, complicada, se preguntaba ella misma qué es lo que haría él, y luego procedía como si él mismo se lo dictase. Tengo la sensación de que hacía el teatro de recordar en voz alta para que no creyésemos que se había vuelto loca. Para mí que simplemente hablaba con él y él le respondía.


Poco a poco pero implacablemente su cuerpo se fue encogiendo y las fuerzas abandonándola. Aunque seguía con la misma predisposición a la risa, ya iban quedando pocos motivos para ella. Esa frase tan cómica puesta en boca de personajes de ficción – “Señor, llévame pronto” – resulta estremecedora cuando se la oyes decir, en persona, a un ser que te tuvo en sus brazos desde la más tierna infancia, y siempre te mostró cariño.


Le llegó el momento de dejarnos cuando ya no quedaba casi nadie de su viejo mundo alrededor. Estaba en su casa de la playa cuando su Paco le dijo que ya era hora de partir y, cogiditos de la mano, se marcharon los dos en busca de nuevos campos, nuevas playas y nuevas ciudades donde poder vivir sin fingir que no se veían.

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En la semana vigesimoprimera del curso se nos pide que escribamos algo jugando con los muertos. En muchas ocasiones, tuve el pensamiento de que mi tío Paco, único hermano de mi padre, seguía viviendo con mi tío Consuela, su mujer, y pensé que sería un bonito motivo para mi relato. Inicialmente les cambié el nombre para que pareciera ficción, pero luego pensé que eso sería traicionarlos.


Sin duda, es imposible hablar objetivamente de quienes amamos u odiamos. Así que si quien lee esto tiene un recuerdo distinto de ellos dos, sin duda se debe a que somos distintos.


Mi madre y la tía Consuelo se quedaron preñadas más o menos al mismo tiempo, pero mi tía abortó. Yo nací en febrero y cuando llegó el verano, mis padres dejaron que ella me llevase al campo y pasase una larga temporada en sus brazos. A nadie le debería extrañar que naciese una relación especial entre ella y yo, relación que no fue más intensa por mi tozuda tendencia a despegarme. Ella me solía llamar cariñosamente “el descastado”. Allí donde esté seguro que se oyen risas a cada instante.



Mi tía Consuelo, mi hermano Miguel y yo.

 
 
 

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