Fuentetaja: Y la calle fue un infierno.
- Ludwig V. Burkes
- 29 abr 2023
- 5 Min. de lectura
Llegó puntual Armando a la Portada. Buscó alrededor de la pata oeste pero no la vio. ¿De qué se iba a sorprender? Hubiera sido la primera vez que llegase a su hora. Cuando recompuso la respiración y los bajos de la camisa, se percató de esa ligera punzadilla, algo a la derecha y debajo del ombligo.
- ¡Mierda! Ya sabía yo que no debía picar nada antes de venir.
Rosa y Armando llevaban diez días sin hablarse desde aquella bronca descomunal por el limón en los mejillones. Armando le comentó que, quizás, les estaba echando algo de más y terminaron ventilando por el patinillo de la cocina toda la colada atrasada de los cinco años de noviazgo.
- Menos mal que aquel día la gente estaba pendiente de la inauguración de la Expo– se engañaba a sí mismo Armando.
Dio otra vuelta a la pata de la portada con el mentón elevado, viendo si la encontraba entre tanto traje azul, volantes y peinetas, a la vez que se tanteaba el cinturón y comprobaba que la camisa estaba donde debía estar. La corbata pastel dejaba bien claro a qué tribu pertenecía en aquella selva sevillana.
Al rato la vio aparecer entre un grupo de caballistas tratando de sortear los cagajones y orines que iban dejando. Cuando se encontraron se dijeron un torpe hola y dudaron si besarse o no, hasta que él le dio uno rápido en la mejilla.
- ¿Por qué leches hemos quedado aquí? Dijo ella mirando a su alrededor como si temiese encontrarse con alguien conocido.
- No sé, es donde queda todo el mundo ¿no? – titubeó Armando mientras se tocaba la punzada que parecía crecer por momentos.
- Todo el mundo que no tiene caseta – atajó Rosa mientras repasaba horrorizada la cantidad de calcetines blancos que le rodeaban. Había cosas que no se aprendían en las revistas del corazón.
Lo cierto es que Armando se había pasado esos diez días dejándole claro a todo el que se encontraba que no entendía cómo la había aguantado cinco largos años y que estaba en la gloria sin ella. Un día antes le aseguró a su mejor amigo que ni con un cuchillo en el pescuezo volvería con ella. ¿Con qué cara se encajaba él en una caseta con ella de la mano? Se conocían desde niño y sus amigos eran los mismos, así que daba igual a qué caseta fuesen.
- ¿Dónde vamos? – preguntó algo impaciente Rosa.
Armando fingió unas inusitadas ganas de ir a los coches locos – Hacía mucho que no se montaba en uno. Rosa frunció el ceño y dijo “¿A la Calle del Infierno a esta hora?”.
Eso era justo lo que había pensado Armando: a esa hora no habría nadie conocido por allí. Le costó algo convencerla de que cruzasen la calle y fuesen por la otra acera, por detrás de los puestos de turrones. Las calles estaban llenas de carruajes y los bordillos de las aceras con caballos esperando a que sus jinetes se terminasen la manzanilla y las medias raciones de agujas y medias noches.
Rosa no terminaba de entender por qué la llevaba casi en volandas por aquel sitio, que no recordaba haber pisado en toda su vida, para ir a unas calesitas a las que él jamás les había mostrado afición alguna. De hecho, lo pasaba muy mal cada vez que ella le pedía que se montase en algún cacharro, especialmente si cogía algo de altura. Bastaba con mencionar la noria para que se pusiese blanco.
Cuando llegaron a las atracciones, mientras esperaban en el paso de peatones para cruzar, Rosa notó que él se tocaba la barriga con frecuencia.
- ¿Te duele algo?
Él se quedó mirándola fijamente y puso cara de no entender.
- La panza ¿Te duele?
- ¿La barriga? ¡Ah! No, me tomé un vaso de gazpacho fresquito antes de salir y se me está hinchando la barriga. Me dan punzadas de vez en cuando, pero no es nada.
- ¿Uno? Te tomarías media fuente, que te conozco.
Ella terminó de convencerse de que reencontrarse en la Feria no había sido una idea muy buena. Le hubiese gustado una cenita íntima en un lugar tranquilo, un paseo por el río con la luna mirándoles desde lo alto.
Pasaron a la vera de un puesto de algodón de azúcar y Armando se empeñó en comprarle una nube a Rosa. Ella intentó decir que no, pero él parecía tan entusiasmado que rechazarlo le pareció como encender un cerillo sobre un charco de gasolina. Empezaba a no entender qué leches estaba haciendo allí, con toda la calor, entre la bulla, el insoportable ruido de los cacharritos, con un palo pegajoso en la mano, tratando de tragar esas telarañas empalagosas junto a un hombre que parecía más pendiente de sus tripas que de ella misma. Definitivamente no era la escena de reconciliación que había soñado. No es que a estas alturas soñase con Príncipes Encantadores saltando de sus blancos corceles para trepar hasta lo alto de su torre a despertarla con un beso apasionado, pero entre eso y lo que estaba viviendo había mucho espacio para la mejora.
Rosa quiso poner a prueba la resolución de Armando y le pidió que la llevase a la Montaña Rusa. Armando se quedó callado sin saber que decir, pero al ver que ella apretaba los labios asintió con vehemencia. Cruzaron toda la Calle del Infierno en diagonal pero ahora era ella la que tiraba de Armando mientras éste no dejaba de mirar con ojos de corderito a esa Montaña que se le echaba encima mientras la punzada parecía atravesarle la barriga.
En la cola para las entradas y luego para montarse, Rosa se mostró muy dicharachera, al contrario que Armando, que callaba tragando saliva y viendo temeroso cómo la gente chillaba y gesticulaba en las caídas y vueltas de aquella dichosa montaña. Rosa parecía divertirse de veras. La cara de Armando, con los ojos cerrados mientras el cochecito subía despacio la montaña, los brazos agarrotados y los puños abrazando con fuerza la barra, debieron parecerle todo un poema. Esta misma situación, todos estos años, le habría abochornado sin duda. Parecía otra.
El coche se lanzó cuesta abajo y la fiesta comenzó. Rosa chillaba y se reía a todo pulmón. Nunca se había mostrado más segura en su vida. Armando, aferrado a la barra de seguridad, estaba hecho una piedra. Le dolía de apretar todo: brazos, piernas, párpados y mofletes. Cuando el coche recobró la horizontalidad y sintió una clara desaceleración, Armando consiguió abrir los ojos para descubrirla vuelta hacia atrás charlando entre risas con un desconocido.
Al bajarse se dio cuenta de que ya no le apretaba el cinturón. La punzada había desaparecido. Lejos de alivio descubrió que la punzada, aún más dolorosa, se le había ido al pecho. Con los gases se había esfumado también lo poco que quedada del amor de Rosa.
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La práctica de la vigésimo cuarta semana consistía en escribir un relato en una sola escena. Una escena debe tener unidad temporal, espacial y de acción. Yo recogí la sugerencia de los manuales de Fuentetaja que nos proponían describir una reconciliación entre novios peleados. Decía que, solo si estábamos escribiendo el guión para una de esas películas insoportables de los años 60 y 70 de Francia, se nos ocurriría sentarlos en un café, porque no puede haber nada más aburrido. Estoy absolutamente de acuerdo con la crítica al cine francés de esa época. Sugería el manual que los llevásemos a una verbena. Dadas las fechas, en plena Feria de Abril, decidí ponerlos en la Calle del Infierno sevillana.
Como práctica, no pudo resultar peor. Definitivamente no era una escena. No cumple ninguna de las tres unidades exigidas. Además, el original hasta cambiaba el punto de vista de forma fugaz. Tras corregir cosas como esta última, repeticiones de palabras y alguna frase que otra, decidí dejarla como está. Trataré en la siguiente práctica de escribir una sola escena.
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