Fuentetaja: Si los Edwards no callaran.
- Ludwig V. Burkes
- 18 mar 2023
- 4 Min. de lectura
Edward se sintió siempre identificado con Claudio. Así fue desde que en su juventud leyó el “Vitae Caesarum” de Suetonio entre las húmedas paredes de su añorado Jesus College. Su padre insistía en que se esforzara en leyes y economía, como le correspondía al hijo de un gran importador de azúcar, pero a Edward siempre le había atraído el mundo clásico y pasaba la mayor parte de su tiempo leyendo a autores latinos y griegos. A los ocho años de edad viajó con sus padres a Cuba donde pasó cinco largos años. Su abuelo, todavía a cargo de la compañía, había mandado allí a su padre para que conociera bien el negocio desde su origen y reforzara los lazos con los grandes terratenientes azucareros. Edward tenía una especial habilidad para los idiomas, ya por aquél entonces se entendía en francés con su institutriz, y aprendió rápido el español.
Su familia no era muy devota pero mantenía escrupulosamente las formas cumpliendo con los preceptos de su iglesia. El problema es que en la católica Cuba no había oficios de su fe, pero su padre era un negociante antes que nada y asistía todos los domingos al templo católico a escuchar misa. Allí el jovencito Edward conoció al Padre Jacinto, con quien pasaba largas horas por las tardes cuando su padre confraternizaba con la alta sociedad isleña. Su madre estaba demasiado preocupada con las sirvientas y sus dos hermanitos pequeños. El ama de llaves y la institutriz eran las dos únicas mujeres con las que se atrevía a hablar en toda la ciudad y le obsesionaba que las sirvientas cubanas le fueran a robar el ajuar.
El viejo Padre Jacinto no solo le enseñó español, latín y griego. También le habló de la igualdad de los hombres ante Dios, de la responsabilidad individual que todos tenemos para salvarnos o condenarnos. De lo profundamente inmoral que es que unos hombres se sientan superiores a otros y decidan el destino de estos últimos.
A mediados de su cuarta década hacía algún tiempo que Edward se ocupaba del negocio familiar. Todos los días almorzaba en el Club donde departía con sus iguales mientras bebía una copa de Jerez o fumaba un buen habano. Allí todos sus conocidos hablaban pomposamente de lo acertado que había estado Charles con sus ideas sobre la supervivencia del más apto, y por supuesto, el más apto era el más fuerte y el más inteligente, que entre los seres humanos quería decir ellos mismos. Todos hacía tiempo que habían leído al Reverendo Thomas y estaban de acuerdo en que si dejaban proliferar al gentío, más pronto que tarde morirían todos de hambre. El mundo es un reducido campo de batallas y no hay lugar para los pusilánimes.
Edward subsistía en ese ambiente haciéndose el tonto. Para todos era un simplón de al que la fortuna le había respetado la fortuna levantada por su abuelo y su padre con tanto trabajo e ingenio. No entendía cómo se mantenía entre ellos demostrando tan poco interés por los grandes avances de la ciencia. No hablaba de geología, ni de astronomía, ni de botánica. No le interesaban los saurios y la edad de la Tierra. Escuchaba con cara amable a todos disertar sobre estos excelsos temas y exponer sus propias teorías pero nunca tomaba la palabra salvo para dar su consentimiento a todo lo que se decía, incluso cuando contradecía lo expuesto pocos minutos antes. Esto era motivo de risas y chascarrillos cuando él se iba. Nadie se explicaba cómo podía mantener su nivel de vida cuando, en verdad, el único mérito, aunque quizás no fuese pequeño, era haber dejado actuar la maquinaria de la compañía sin interferir en su funcionamiento. Los secretarios, oficinistas y oficiales estaban tan bien entrenados que solo hacía falta dejarse ver de vez en cuando y ojear algún papel que otro para que todos cumpliesen con su cometido con devoción. Después de todo, ellos también se beneficiaban del éxito de la compañía.
Edward se hacía el tonto como Claudio, y como Claudio dedicó su pasión y su intelecto a aquello que le interesaba sin llamar demasiado la atención de los demás. Leía a los economistas franceses, a quienes Smith había plagiado. Los clásicos le ayudaban a poner en su sitio los logros científicos de su tiempo. Los autores de Salamanca, de quienes el Padre Jacinto le había hablado hasta la saciedad, le enseñaban que los humanos, las raras veces que son libres, no truecan entre sí si algunas de las partes siente que con ello pierde. En toda transacción voluntaria, las partes siempre ganan aunque menos de lo que les gustaría. Por fuera Edward era un simplón, pero mientras ponía una cara amable a quien le disertaba sobre la superioridad de su propia clase, en el silencio de su mente se sentía guiado por el Padre Jacinto e iba desmontando todos los argumentos que aquél esgrimía en favor de su tesis.
Edward, al igual que Claudio, se vio al frente de un imperio sin realmente buscarlo ni quererlo. Como Claudio, se mimetizó con el pestilente ambiente que le rodeaba para sobrevivir. Lamentablemente, desde aquél entonces hasta ahora, los Edwards han vivido su llevadera tragedia en silencio, y así el veneno de las ideas de los elegidos por el Diablo para gobernar el mundo se derrama sin freno por las mentes de la pobre gente destinada al sacrificio.
El espíritu de aquella sociedad que asfixiaba en su interior a Edward cambió de pelaje y se disfrazó de universal. Dejó de hablarse del Imperio y se adoptó la azucara terminología de Naciones Unidas, o mejor aún, de La Tierra con mayúsculas, pero la esencia sigue siendo la misma: los hijos de la satánica Oxford gobiernan el mundo; los discípulos de los Padres Jacinto callan y las pocas veces que no, perecen en el ostracismo de la apisonadora doctrinaria del globalismo, y la gente financia con su trabajo su propia esclavitud y se deja sacrificar para que la Tierra vuelva a ser el vergel de unos pocos elegidos.
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La práctica de esta semana consiste en escribir un relato en un contexto determinado sin mencionarlo explícitamente. Cada alumno del curso elegimos un contexto (el mío fue la España durante la invasión musulmana en el 711) y la profesora los repartió en secreto de manera que nadie tuviese el suyo. Durante la lectura de los relatos, deberíamos ser capaz de adivinar el contexto. A mí me tocó la Inglaterra victoriana. Por las reglas del juego me abstuve de nombrar a Darwin y Malthus por sus apellidos porque eso daría demasiadas pistas.
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