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Fuentetaja: Los héroes no se conforman con las gracias.

La segunda parte de la práctica de esta semana consiste en sacar dos cartas de una baraja especial. Cada carta tiene una frase típica de finales de cuentos. Hay que coger una y hacer un pequeño cuento que termine con esa frase.


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Juan era un médico cincuentón amante de lecturas varias. Se había pasado la vida leyendo libros de historia, filosofía, literatura, además de las cosas propias de su profesión. Era un ferviente defensor del progreso científico, de la mentalidad anglosajona, de la medicina occidental. Pero con los años se fue dando cuenta que todo aquello se iba volviendo cada vez menos defendible. Finalmente, el derribo de las Torres Gemelas de Nueva York y su esperpéntica explicación por parte de las autoridades americanas le terminó de abrir los ojos y le forzó a aceptar que aquel mundo en el que creía, lejos de ser el mejor de los posibles, más bien era todo lo contrario.

Pedro, el hijo de Juan, tenía ya unos catorce años. Ya no era el niño inocente y crédulo al que le gustaba escuchar las historietas que su padre se inventaba para ayudarle a conciliar el sueño, pero seguía disfrutando cuando le contaba sus teorías estrambóticas de cómo funciona el mundo. Pedro tenía el sentido de humor de su madre y solía tirarle a su padre de la lengua gastándole bromas.

Pedro - Papá, cuéntame un cuento de los tuyos, porfa, que hace mucho tiempo que no me cuentas nada.

Juan se quedó mirando a su hijo fijamente, tratando de vislumbrar las verdaderas intenciones de éste.

Juan - ¿Un cuento? ¿No crees que tú estás ya muy crecidito para cuentos?

Pedro- ¡Venga, Papá! Una de esclavos.

Juan - ¿Esclavos? Ponte la DVD de Espartaco y hártate de esclavos todo lo que quiera.

Maribel, la madre de Pedro y, aunque suene increíble, esposa de Juan, escuchaba desde el cuarto de baño y decidió echarle un capote a su hijo picando a su marido.

Maribel - ¡Anda Pedro, deja tranquilo a tu padre que el pobre no tiene ni idea de la esclavitud!

Juan, a pesar de conocer perfectamente el juego de su familia, no podía evitar entrar al trapo y se arrancó con un cuento de los suyos.

Juan - ¿Queréis cuento? Pues aquí tenéis un cuento de esclavos.

Carraspeó un poco, se quedó quieto con la vista clavada en el techo y empezó al modo clásico.

Juan - Érase una vez un planeta apartado de este Universo donde unos pocos “afortunados” consiguieron esclavizar al resto de los habitantes.

Pedro - ¡Leches, Papá! ¿No vas demasiado rápido?

Maribel, que contenía la risa, temió que su hijo se estuviese pasando un poco, así que intervino antes de que su marido soltase el anzuelo.

Maribel - ¡Peeedro! Deja que tu padre cuente el cuento como él quiera.

Pedro - Ya mamá pero me parece increíble que unos pocos puedan esclavizar a todos los demás ¿no crees?

Juan - Pues es muy fácil, hijo. Al principio todos los hombres eran cazadores y recolectores. Vivían en pequeños grupos nómadas que, de vez en cuando, se peleaban entre sí por un trozo de bosque. Con el tiempo, las mujeres descubrieron la agricultura, pero ésta era durísima y sus hombres, acostumbrados a la vida dura pero divertida de la caza, no estaban dispuestos a dejarse las uñas y partirse la espalda cavando el suelo. Así que decidieron cazar otros hombres para que hiciesen estos trabajos.

Pedro - Pero si todos hicieron lo mismo ¿cómo es que al final solo unos pocos tenían a los demás?

Maribel - ¡Toma ya, Juan! A ver cómo sales de esa.

Juan - ¡Pensad un poco, coño! No todas las mujeres descubrieron la agricultura a la vez, así que solo unos pocos grupos tuvieron la idea de capturar a los demás. Estos estaban acostumbrados a luchar por un territorio, y si perdían salían corriendo y todo se acababa ahí. Ahora los vencedores los perseguían y cogían por sorpresa. En cualquier caso, el grupo vencedor se hace más fuerte y el perdedor desaparece. De esa manera cada vez hay menos grupos, pero estos tienen cada vez más esclavos.

Pedro y su madre, que se había unido al grupo poco antes, se miraron con ojos sorprendidos y admitieron que tenía sentido lo que decía Juan, quien prosiguió con su relato.

Juan - Pues eso. Al principio eran solo unos esclavos que controlaban a palos, por la fuerza. Como entre esos pocos, abundaban los cobardes y complacientes, con buenas palabras se les convencía para que aceptasen su destino y colaborasen con sus nuevos amos controlando al resto. Siempre por el bien de todos, claro está. Con el tiempo estos se convencieron de que los amos eran superiores y que su poder era legítimo, así que se esforzaban mucho para esclavizar a más personas. El proceso se repetía una y otra vez hasta que todo el mundo quedó esclavizado y la inmensa mayoría lo aceptaba de buen grado.

Pedro guiñó a su madre un ojo socarrón sin que su padre se percatase.

Pedro - ¡Pues yo no me dejaría! Lucharía con todas mis fuerzas y me tendrían que matar para esclavizarme.

Juan - ¡Qué curioso! Eso es justo lo que todos pensaban en ese planeta. El caso es que con tantos esclavos los “afortunados” alteraron el ciclo de la vida del planeta y aumentaron prodigiosamente la producción de la tierra, haciéndose cada vez más poderosos. Mientras más riquezas poseían, más poder tenían y más esclavos querían colaborar para coger mayores migajas de sus amos, esclavizando a sus compañeros y a sí mismos cada vez más.

Pedro - ¡Pero yo sería más fuerte y listo que ellos y los derrotaría!

Maribel - Sin duda, hijo mío. ¡Qué lástima que no estuvieses tú allí para salvarlos!

Intervino rápida la madre para evitar que su marido se despertara y los mandase a freír espárragos a los dos. La historia tenía buena pinta.

Juan - El caso es que con el tiempo, esos pocos se hicieron con el control directo de todas las riquezas del planeta y llegó un momento en el que pensaron que, con sus conocimientos y tecnología, podrían prescindir de la mayoría de sus esclavos. Los robots y los supercomputadores hacían el trabajo de casi todo ellos y estos eran tantos que sus amos empezaban a sentirse molestos con su presencia.

El sistema entró en un bucle viciado donde los esclavos, creyendo trabajar para su propio bien, producían todo tipo de venenos que los hacían enfermar lentamente y morir convenientemente a una edad en la que dejaban de ser productivos. Los poderosos rizaron el rizo con el cuento de unos seres tan diminutos que verlos era prácticamente imposible y eran los causantes de esas enfermedades producidas por sus propios venenos. Por supuesto, les proporcionaron la solución: otros venenos, carísimos, que decían que eran el único remedio para esas enfermedades. Los esclavos trabajaban para poder comprarles a los poderosos el veneno que les curaría de las enfermedades que ellos mismos se infligían a beneficio siempre de los “afortunados”.

Pedro - ¡Caramba, Papá! Lo estás bordando.

La madre hizo le una mueca a Pedro para que no picase demasiado a su padre, pero éste lo miró un momento, y se levantó para irse con claros signos de fastidio.

Maribel - ¡Por Dios, Juan! No nos deje con la intriga ¿Qué pasó?

Juan se volvió con cara de pocos amigos.

Juan - Pues lo cierto es que no lo sé, porque creo que aún están en esas. Pero me temo que la cosa pinta mal porque la mayoría de la gente, unos por incapacidad y otros cegados por pequeños privilegios, ni se entera de lo que le está pasando, pero lo peor es que los pocos despiertos siguen creyendo en cuentos de hadas y esperan a que venga un héroe a salvarlos.

Pedro - ¡Supermán!

Juan - ¡Ya! Pero los supermanes no existen. Un supermán siempre acabaría tiranizando a los demás. Alguien que tiene tanto poder nunca se conformaría con un “y ellos dieron las gracias al héroe que los había salvado a todos”.






 
 
 

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