Fuentetaja: La presentación.
- Ludwig V. Burkes
- 19 feb 2023
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 1 jun 2023
En la semana trece del curso se nos pide que hagamos un relato con varios tipos de narradores. En mi caso uso tres: un narrador omnisciente; un narrador testigo; y un narrador protagonista.
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La presentación.
Todos piensan que, llegado el momento de enfrentarse a una injusticia, se revelarían y lucharían contra ella con todas sus fuerzas, pero lo cierto es que son muy pocos, casi nadie, los que se atreven. Recientemente hemos tenido ocasión de comprobarlo con la farsa de la falsa pandemia.
Juan era un alumno de la Escuela de Ingenieros más o menos como los demás. Le gustaba divertirse como a todos y, como a todos, le preocupaban los exámenes. No tenía muy claro por qué estaba allí aunque suponía que había escogido aquella carrera porque le gustaría ser ingeniero. La verdad es que, como la mayoría, no sabía bien qué era eso. A Juan le había llamado la atención un profesor del curso pasado. Él se declaraba anarquista libertario y les hablaba con frecuencia de la esclavitud generalizada de la especie humana. Decía que unos pocos tenían esclavizados a toda la humanidad y que ésta, feliz con sus cadenas, ni siquiera era consciente de ello.
Aquél curso Juan no tenía a ese profesor pero justo antes de empezar el cuatrimestre se enteró de que había mandado un correo electrónico a sus alumnos y a la dirección de la Escuela advirtiéndoles de que él daría sus clases sin mascarilla. Se levantó una gran expectación entre los alumnos y muchos antiguos alumnos decidieron acudir a aquella clase de presentación. Juan nos puede contar lo que allí sucedió pues lo vio con sus propios ojos.
Desde que entramos en la Escuela en primero, nunca había visto una presentación con tanta asistencia. La clase estaba llena por completo y era una de las grandes. Todos estábamos sentados antes de la hora, casi en silencio, con nuestras mascarillas bien puestas. De pronto hizo entrada él como solía, con paso decidido dando los buenos días en voz alta. Su cara completamente despejada.
Tras presentarse empezó a hablarnos de por qué se negaba a taparse la cara. Lo hacía por razones médicas, científicas, morales, jurídicas y políticas. Traía consigo un medidor de radiación electromagnética y nos mostró el nivel que teníamos en aquella clase: del orden de cuarenta veces el máximo legal que ya es de por sí muy permisivo. Nos decía que si realmente estábamos preocupados por nuestra salud y por el cumplimiento de las leyes, deberíamos exigir que se cumpliesen esos límites.
No sé en qué momento llegó el director de la Escuela. Sin mediar palabra le dijo que se pusiese la mascarilla o que abandonase el aula. El profesor se encaró con él y se formó una trifulca de muy señor mío. Los alumnos estábamos allí, hay que admitirlo, acojonados. Nadie se atrevía a mover un dedo. Finalmente el profesor se fue dejando claro que lo hacía en contra de su voluntad y nos citó en la plataforma de enseñanza virtual para la clase.
Sé por mis compañeros que dio dos clases por internet y que luego le cortaron todo acceso a la Universidad y sus páginas web. Le abrieron un expediente disciplinario sin empleo ni sueldo. Que yo sepa, fue el único en toda la Universidad que se atrevió a contradecir las órdenes del gobierno sobre la pandemia. Yo he sido muy respetuoso con las normas, pero, no sé muy bien por qué, me da a mí que aquél hombre estaba en el lado correcto.
Tiempo después me enteré que el profesor tenía un blog, así que lo busqué para saber de él. Bicheé por las entradas del blog y me topé con ésta en la que hablaba de lo sucedido aquél día en la presentación.
La hora de la verdad:
Ayer fui expulsado de clase una vez más en mi vida, pero esta vez ha sido muy diferente. Las veces anteriores lo fui como alumno. Ésta como profesor. Toda mi vida he sido un desobediente y un amante de las reglas a la vez. Parece contradictorio pero no lo es. Soy un amante de las reglas cuando entro libremente en el juego. Si decido jugar un partido de fútbol, quiero hacerlo respetando sus reglas. Yo y todos los demás. Pero en una sociedad donde se nos obliga a someternos a infinidad de reglas que no pedimos, muchas estúpidas, y en la que los mismos que nos fuerzan a cumplirlas son los primeros en violarlas, uno no tiene más remedio que desobedecer o humillarse.
Después de tantos meses estudiando la situación, leyendo y escuchando acerca de virus y bacterias, epidemias, barbijos, pruebas PCR, vacunas; de analizar los datos sobre el problema y comprobar con mis propios ojos lo falso del discurso oficial; decido que tenemos que poner pie en pared y decir basta.
Tras avisar a mis alumnos y a la jefe de estudios de la Escuela, me presenté en mi primera clase de presentación sin el bozal. Jamás había visto una clase tan llena. Debía de tener unos cuarenta alumnos matriculados y allí habría fácilmente más de doscientos. Se ve que se había corrido la voz. Los alumnos estaban muy calladitos y sentaditos, cosa bien rara en estos días.
Sabía de sobra que se iba a liar la de San Quintín, así que entré a saco a poner en situación a la audiencia. Pasados unos minutos llegó “Herr Direktor”, quien, seguramente por falta de costumbre y valía, adoptó la pose autoritaria y trató de reducirme por intimidación. Creo que soy de natural pacífico y conciliador, o al menos trato de huir de los conflictos, pero cuando me pisan me revuelvo hecho una fiera y peleo como el más pendenciero.
El resultado es que he sido expedientado sin empleo y sueldo. Para una persona de casi sesenta años de edad, con cargas familiares y sin capital, perder el salario no es moco de pavo. Uno pasa miedo. No en la cabeza sino en el estómago. Se vive con un pellizco continuo en el abdomen. Pero la lucha es así. No podemos esperar a ir a la guerra y volver de rositas. La humanidad y la poca libertad que tiene bien merecen caer en combate.
Los becerros obedecen pacientemente todos los caprichos del ganadero con el vano deseo de vivir una larga vida con las necesidades cubiertas hasta que, un buen día, al otro lado de una puerta se encuentran con el cuchillo del matarife.
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