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Fuentetaja: La maldición

Se quedó mirando sus manos fijamente sin saber por qué y la voz de Clarisa pasó a un segundo plano perdiendo el hilo de la conversación.


- ¿Me estás escuchando o no? – preguntó su mujer preocupada.


Ramiro volvió en sí y se disculpó sinceramente. No sabía qué le había llamado tanto la atención en sus manos y no recordaba jamás haber ignorado a su mujer en sus más de cincuenta años juntos. Así comenzó toda esta pesadilla.


Ramiro era funcionario, uno de tantos que decidieron dedicarse a lo público por motivos que nada tenían que ver con el trabajo en sí. De natural obediente, había ido quemando las etapas de su vida al dictado de sus mayores sin dedicar mucho tiempo a cuestionarse el porqué de sus elecciones. La escuela, el instituto, la facultad, todo se le había puesto por delante y él se limitaba a cumplir los programas y las tareas que se le asignaban cada día. Hoy toca estudiar, se estudia, hoy toca playa con la familia, se hacen castillos de arena y se disfruta con la tortilla y el bistec empanado. No por ello era infeliz. Más bien diría que lo contrario.


A punto de jubilarse, reflexionaba sin amargura sobre esta cuestión y llegó a la conclusión de que lo único que él había realmente elegido en su vida era el piano. De muy chiquitito, le fascinaba la música en general pero especialmente ese instrumento. La madre de un amiguito suyo tocaba en su casa y él se quedaba embobado escuchándola para desesperación de su compañero de juegos. Fue ella la que le ayudó a convencer a sus padres para que le dejasen entrar en el Conservatorio. Como uno de los principales escollos era el desembolso de la compra de un piano, les tranquilizó diciéndoles que ella estaría muy contenta de que él fuese a su casa a tocar.


Aquel día, cuando se volvió a sentar en el taburete y puso sus manos en el teclado se dio cuenta de que las venas estaban menos marcadas y sus dedos parecían algo más esbeltos. Las extendió y comprobó asombrado que llegaba sin tensión a la décima. ¡Pero si siempre he tenido problemas con las novenas! No había duda, sus manos se estaban rejuveneciendo y agrandando. Sintió pánico - lo imprevisto no iba con su manera de ser – pues ella siempre se sentaba a su lado a escucharlo tocar y sin duda se daría cuenta. Nunca se hubiera imaginado que se aliviaría cuando le oyó decir que tenía problemas con la barriga y que lo escucharía desde el cuarto de baños. Aun así, ella le mostró su sorpresa por la mejora en claridad y expresividad de su toque.


Al día siguiente volvió del trabajo con las manos vendadas y se inventó una historia rocambolesca para justificarlo. Clarisa se alarmó por lo sucedido y pareció tragarse sin cuestionar la historia, a pesar de no parecer muy convincente. Mientras ella le sostenía las manos con delicadeza y les daba suavísimos besos, Ramiro se fijó en su pelo recién teñido. Nada anormal, desde luego, porque ella se lo venía tiñendo desde hacía muchos años, pero había algo que no le resultaba del todo familiar.


Entonces él se percató de que el suyo estaba rebrotando. Su calva, que le acompañaba desde los cuarenta, se llenó por todas partes de incipientes puntitos negros. ¿Qué hacer? Se acordó de lo que siempre le decía su hermana, que los hombres mayores rejuvenecen cuando se afeitan la cabeza y, ni corto ni perezoso, se rapó la suya. Después de todo, Clarisa siempre estaba de acuerdo con su hermana.


Menos mal que era pleno invierno y que, con la luz por las nubes, tenían que ir bien vestidos incluso en casa, porque los cambios en todo el cuerpo empezaban a hacerse notorios. Lo malo es que ese “todo” era realmente todo, y allá por las partes pudendas, la metamorfosis era singularmente llamativa. Clarisa y Ramiro, a pesar de llevar tantos años juntos, seguían manteniendo la sana costumbre de abrazarse, acariciarse y, si el día no había sido especialmente agotador para ninguno de los dos, pasar a mayores, cosa que ocurría dos o tres veces por semana. Sin duda ella se daría cuenta de todo. Para alivio de Ramiro, Clarisa le dijo toda consternada que tenía infección de orina y que debía mantener una cierta distancia con él. Ramiro estaba tan centrado en su problema que no mostró preocupación por la infección y los dolores que pudiera tener su mujer. Además, hace tiempo que ya no se creían la teoría del contagio, ¿a santo de qué mantener distancias? Lo peor es que tampoco había caído en la cuenta de que, en circunstancias normales, esa falta de atención le habría dolido mucho a su mujer y, sin embargo, ella no pareció incomodarse.


Los evidentes cambios en la cara los tapó dejándose la barba, que le creció espectacularmente rápido. Como era de un negro deslumbrante, se la tiñó de ese color para disimular. Ella, de pronto y porrazo, mostró una preocupación casi enfermiza por su piel, y se pasaba todo el día en casa con máscaras de belleza.


Una mañana, desesperado por los dolores que le causaba el encorvarse para parecer un sesentón, se estiró y miró al espejo. Llorando de rabia maldecía el cuerpo de adonis que tenía y tiró la toalla. No podía más. Fue entonces cuando cayó en la cuenta del comportamiento extraño que había tenido su mujer todo ese tiempo. ¡Cómo no lo había visto! Sin querer pensar en ello, se desnudó por completo y entró en la habitación como el que se entrega resignado al verdugo.


Clarisa, que aquella mañana había experimentado el mismo proceso de agotamiento y rendición, se mostraba espléndida en la cama: desnuda, terriblemente joven y bella. Los dos se reconocieron en los ojos pues la mirada era lo único que no les abandonado. Se quedaron petrificados, luego se les fue dibujando una sonrisa que terminó en carcajadas. Cuando terminaron de reírse, se miraron con deseo y Ramiro se lanzó encima de ella como un pirata al abordaje. Gozaron horas hasta caer rendidos, pero algo no iba. Siempre terminaban abrazados, y esta vez no. Yacían uno al lado del otro respirando con agitación y con la vista clavada en el techo. Ni siquiera se cogían la mano. Ninguno de los dos se atrevía a mirar al otro. Poco a poco se les fue haciendo un nudo en la garganta que los asfixiaba. Al rato, Ramiro se levantó sin decir nada y se metió en la ducha. Cuando salió, Clarisa no estaba. Aquella fue la última vez que la vio.


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La práctica de la décimo segunda semana de curso nos pide que escribamos un relato sobre una metamorfosis, a lo Kafka. Siguiendo mi pensamiento de que el diablo se presenta siempre hermoso ante sus víctimas, he querido remachar sobre la idea de que las cosas que deseamos no siempre, o casi nunca, nos terminan trayendo la felicidad.


 
 
 

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