Fuentetaja: La chica del parque
- Ludwig V. Burkes
- 18 feb 2023
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 1 jun 2023
La práctica de esta decimosexta semana de curso consiste en escribir un relato con la única premisa de que haya un diálogo en el que se nos dé información de manera natural sobre un personaje, como ocurre en el relato de J.D. Salinger “Un día perfecto para el pez plátano” que se muestra a continuación.
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La chica del parque.
La vi sentada sola en el banco junto al camino. Tan temprano el parque estaba muy solitario y mojado por el rocío. Además de ella, solo se veía a lo lejos un hombre mayor paseando a su perro. Leía un libro aunque con demasiada frecuencia levantaba la mirada a las copas de los árboles y al cielo, que estaba de un azul intenso con grandes nubes algodonosas por aquí y por allá.
- Buenos días ¿Le importa si me siento en el banco? Es el único que está al sol y los demás están chorreando.
- Um, no… digo no sé, digo sí.
- ¿Sí le importa o sí puedo?
- No, quiero decir que sí, que sí puede.
Me senté con cierto reparo lo más lejos que podía de ella y saqué mi libro electrónico para leer un poco. En una de las veces que ella se puso a mirar el cielo dije:
- Ya están esos hijos de sus madres otra vez fumigándonos.
Ella se quedó con la cara hacia un punto fijo del cielo pero sus ojos se movían sin cesar mirándome furtivamente de reojo. Como no hablaba le dije:
- Los aviones. Ya están otra vez dejándonos los chemtrails.
Ella fijó la mirada entre sus zapatos y dijo con voz entrecortada:
- Son estelas de condensación. No son más que cristalitos de hielo.
Mejor lo dejaba. No había otro sitio en todo el parque para disfrutar del sol y ella parecía completamente abducida por la propaganda globalista. Seguí leyendo mi libro como si no hubiera pasado nada.
Cuando menos lo esperaba, ella me preguntó sin dejar de mirar su libro:
- No cree usted eso de los cristales de hielo ¿verdad? ¿Qué son si no?
Más que el libro, parecía mirar a través de él, y lo agarraba con los puños bien apretados. Tardé algo en contestar:
- No sé, ¿queroseno, nano-partículas metálicas?
- ¡Ya, y la tierra es plana! ¿A que sí? – Preguntó a la vez que se sonrojaba como un tomate.
- ¿Perdone? – contesté con una risa entrecortada.
- Eso es lo que dice mi padre, que los que creen en la Tierra plana son los únicos que creen esas historias fantásticas de los chemtrails.
Me quedé mirándola por un momento mientras decidía si seguir o no seguir la conversación. Ella me observaba de vez en cuando de reojo sin girar la cabeza.
- Pues – y alargué la “ese” tratando de hilvanar mis palabras – yo no es que crea que la Tierra sea plana. Todo lo contrario. Sé que es redonda – dije enfatizando el “sé” y continué:
- Cualquiera que haya volado o navegado en alta mar un día sin nubes puede verlo claramente.
- ¿Tú…, usted qué es? – preguntó volviéndose hacia mí por primera vez.
- No creo que eso tenga mucha importancia, pero, por si te sirve, te diré que soy ingeniero – respondí relajando el trato al ver que ella tendía a tutearme, lo que pareció surtir efecto, pues se sentó de lado dando un ligero salto, poniendo una pierna bajo la otra. Dejó el libro sobre su regazo y me preguntó:
- ¿Y crees en esas cosas? -
- Te diré que no hace mucho pensaba como tu padre, pero ahora me parece increíble que no viese lo evidente.
- Mi amiga Rocío dice lo mismo que tú… - y se calló de golpe mirando su falda con intensa fijación.
- ¿Tu amiga Rocío? ¿Y?
- Hace casi tres años que no la veo.
Fui a preguntarle por qué, pero la vi tan afectada que no me atreví. Al rato, volvió a subir la mirada observándome furtivamente y, recomponiendo su postura en el banco, dijo:
- Mi padre me prohibió que la volviese a ver. Decía que no decía más que tonterías.
- ¿Y tú le obedeciste?
- ¡Es mi padre! – casi me chilla clavando sus ojos abiertos como platos en los míos.
- ¡Ya! – Fue lo único que acerté a decir.
Ella volvió a sentarse bien e hizo como que retomaba su lectura, pero al poco tiempo me tanteó con miedo:
- ¿Tú no le hubieses obedecido?
Me estaba metiendo en un lindo jardín. Hice como que pensaba un rato y le contesté:
- No conozco ni a tu padre ni a tu amiga. No sé si le hubiese obedecido o no, la verdad. Lo que sí tengo claro es que desde muy chiquitito he cuestionado el principio de autoridad.
- ¿Cómo? ¿Eso qué significa?
- Que me he peleado con mis padres, mis hermanos mayores, mis profesores. Con todo el que me ha mandado cosas que yo pensaba que eran injustas.
- ¡Qué suerte! Mi padre no se deja tan fácilmente.
- ¿Quién te ha dicho que ellos se dejaban? No sabes la de galletas que se han llevado estos cachetes y mi culo, y la de veces que me he quedado encerrado castigado.
- ¿Y te compensaba?
- Bueno, cuando sufres los castigos piensas que no, pero lo cierto es que cuando te enfrentas al siguiente dilema se te olvida todo y actúas como te pide el cuerpo. A la cabra le tira el monte, que se dice.
- Yo no podría, pero me encantaría ser capaz de… - dijo apretándose el libro contra el pecho y mirando al infinito con una leve sonrisa.
- ¿de…?
- De nada, de nada. Me voy, se me ha hecho muy tarde.
Se fue corriendo. La miré hasta que desapareció de mi vista y luego seguí con mi lectura. Al rato miré al cielo y vi cómo iban desapareciendo las pocas nubes de algodón que quedaban. En su lugar iba quedando unas franjas lechosas que poco a poco se iban ensanchando. ¡Qué pena que ella se hubiera ido! Le habría preguntado que, no siendo las estelas, según ella, más que nubes, por qué si las nubes normales desaparecen, las estelas no.
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