Fuentetaja: La caprichosa lotería de la vida.
- Ludwig V. Burkes
- 29 abr 2023
- 5 Min. de lectura
¿Ese tío me está siguiendo? Lo vi al salir de casa y luego otra vez desayunando. Mucha casualidad ¿no? – pensó Carmen cuando entró en el portal al volver del trabajo. Se refería a un hombre de su edad de buena presencia.
Por la mañana se había fijado en él porque le resultaba conocido, aunque no atinaba a ubicarlo, así que cuando reapareció en el bar no se resistió a mirarlo con atención. Pero al regresar a su domicilio y verlo allí otro vez sintió miedo.
Por la noche, entre las preocupaciones familiares, un asuntito delicado del trabajo que debía tratar al día siguiente y un par de copitas de oloroso, se quedó dormida sin más.
Al día siguiente, mientras bajaba las escaleras, se acordó del tipo aquel y sintió algo de miedo al salir a la calle. “Sin duda era una tonta. Será una de tantas casualidades que pasan todos los días” – pensó al no verlo por allí. La cosa es que en el desayuno, cuando estaba contándole la anécdota a su compañera, le fue a señalar el sitio donde lo vio el día anterior y ¡saz!, se quedó helada. Allí estaba otra vez, mirándola.
Su compañera lo observó con atención y le dijo bromeando “enhorabuena, no está nada mal tu pretendiente”. Carmen se volvió hacia ella con los ojos como platos y no atinó a articular palabra.
Esa tarde decidió poner a prueba sus sospechas no yendo directamente a su casa. Aprovechó que llevaba días queriendo comprar un vestido nuevo y decidió ir al centro antes de recogerse. Entrar en el casco antiguo es trabajoso y las tiendas que le gustan no son precisamente las preferidas por los hombres.
Cuando llegó a los almacenes miró por todas partes y no lo vio. Quiso tranquilizarse pero algo allí abajo en la barriga se lo impedía. Entró y se puso a buscar vestidos. Enseguida se olvidó de todo y se pasó no sé cuánto tiempo probándose ropa. Cuando salió totalmente despreocupada, se topó de frente con el individuo. Se quedó rígida y se le cayeron las bolsas al suelo. El hombre hizo un amago de recogérselas pero otro que pasaba justo en ese momento por su lado se le adelantó. Carmen volvió en sí y le dio las gracias al hombre, mientras éste le preguntaba preocupado si le pasaba algo. Cuando volvió a mirar, el extraño ya había desaparecido.
Esa tarde no se atrevió a ir a su piso a dormir y llamó a su hermana para que le dejase pasar la noche con ella. La hermana, alarmada, le insistió que llamase a la policía, pero Carmen, a pesar del miedo que tenía, se resistía a dar ese paso.
Al día siguiente, trataba por todos los medios de convencerse de que eran paranoias suyas pero algo le empujaba a volver la cara a cada instante. Lo cierto es que quien quiera que fuese no apareció en el resto del día.
A la mañana siguiente estaba otra vez en frente de su portal esperándola. Carmen perdió los nervios y se puso a gritar. El hombre se dio la vuelta abochornado y se perdió por la esquina próxima. Varias personas acudieron rápido a preguntarle si tenía problemas con aquel tipo. Ella se recompuso pero no sabía qué decir. Balbuceó varias frases incoherentes, dio las gracias y se fue corriendo al trabajo.
Un día después, allí estaba de nuevo pero esta vez en el mismo portal, no en la acera de enfrente como las veces anteriores. Carmen iba a comenzar a gritar, pero él se puso rápidamente de rodillas y le suplicó con la cara y las manos que se tranquilizase. Ella no gritó pero salió corriendo diciéndole que la dejara en paz de una santa vez.
Aquella noche le pidió a un compañero que la acercase en su coche. Cuando llegó no lo vio, así que cogió las llaves del portal, abrió la puerta del coche y salió corriendo. No tuvo ni que usar las llaves porque salía en ese momento una vecina, a la que ni siquiera saludó y por poco no tira al suelo de un rocetón.
Después de darse una ducha fría para tranquilizarse, decidió llamar a la policía. Estaba marcando el primer número cuando sonó el telefonillo de la puerta.
- ¿Sí? ¿Quién es? – preguntó Carmen recelosa.
- ¿Carmen? – escuchó preguntar. La voz le resultaba familiar pero no conseguía ponerle cara.
- Sí, soy yo.
- Carmen, soy Tomás Valverde.
- ¿Tomás? – respondió desconcertada.
- Sí, Carmen. Tomasito, el gordito de tu clase.
A Carmen, de pronto, se le vinieron de golpe los años de su infancia y pubertad en la escuela de su barrio. ¡Tomasito! Lo había olvidado por completo. Siempre estaba solo y los compañeros se metían con él. A Carmen no le caía ni bien ni mal. Sencillamente no estaba en su mundo, pero un día que lo estaban acosando, ella salió en su defensa, y los dos terminaron en el suelo a empujones. Aún juntos en tierra, Carmen le regaló una sonrisa a Tomasito y luego le ayudó a levantarse. Sin mediar palabra, se fue corriendo con sus amigas.
- ¡Ah! ¡Tomasito! Te abro.
Cuando llegó a la puerta, casi se cae desmayada al ver que Tomasito era aquel hombre que la llevaba acosando varios días. Éste se volvió a poner de rodillas y le suplicó perdón.
Carmen, un tanto aliviada pero muy recelosa aun, le dejó pasar y le preparó una bebida. Ya sentados, uno frente al otro, Carmen le preguntó:
- ¿Por qué me persigues, Tomás?
Tomás, mirando a sus pies y tartamudeando un poco le respondió que llevaba días queriendo hablarle, pero cuando la veía se quedaba paralizado de miedo.
Tomasito había tenido esa metamorfosis tan corriente en algunos niños gorditos de la infancia. Cuando le llegó el estirón, algo más tarde de lo normal, se fue convirtiendo en un apuesto y tímido joven. Se apuntó a remo – siempre le había gustado remar – porque podía hacer ejercicio sin gente alrededor. Al principio siempre salía en skiff, para estar solo, pero luego los compañeros le fueron pidiendo que remara con ellos en el dos sin, el cuatro sin, hasta que terminó siendo tripulante del ocho con timonel. Las pretendientes empezaron a no faltarle. Era guapo, alto y fuerte, y los años de soledad le habían hecho un tipo interesante a fuerza de lecturas y reflexiones. Pero su timidez y el recuerdo grabado a fuego de su protectora le impedían establecer relaciones íntimas.
Hacía poco que se había mudado a ese barrio, y un día vio a Carmen en el supermercado. Estaba casi seguro que era ella por los ojos y algunos gestos, pero casi se convenció cuando oyó a la cajera llamarla por su nombre. Un día que estaba el portal abierto, entró y vio su nombre y apellidos en los buzones de correo. Ella se había convertido en una mujer muy hermosa y ya sí que no podía quitársela de la cabeza.
Carmen se quedó con la boca abierta con una sonrisa entrecortada. La cabeza le daba vueltas. Por su mente pasaron las caras de Tomasito de esos días. Tuvo que reconocer que ninguna de ellas invitaba a sospechar amenaza alguna. Todo lo contrario. ¿Quién le iba a decir que aquella caída al suelo terminaría convirtiéndose en la mejor inversión de su vida?
__________________________________________________________________
La segunda parte de la práctica de la vigésimo tercera semana consistía en escribir un relato siguiendo una breve descripción de una anécdota real que le había pasado a un compañero. En mi caso me tocó la de Lola y rezaba:
Alguien me persiguió durante días hasta que se atrevió a llamar a mi puerta.
Este es el típico caso en el que la realidad supera a la ficción. La historia de Lola es más peliculera que la mía. No me cabe duda.
Comentarios