Fuentetaja: El último sol naciente.
- Ludwig V. Burkes
- 13 mar 2023
- 5 Min. de lectura
Algo le decía al viejo Toru que tratar de conquistar el mundo no era una buena idea. Hasta un humilde campesino retirado como él, se sabía que a la guerra le quedaba muy poco. No había casi nada para comer y el ataque de los rusos en Manchuria hacía ridículo todo intento de resistencia. Toru llevaba ocho años deseando y temiendo el día en que se acabara la guerra. Ocho años son muchos años. Su hijo Hiroshi llevaba desde entonces en Manchuria y solo vino a casa por una semana hace casi cinco años. Nunca había visto al pequeño Shinnosuke que había nacido a los nueve meses de volver al frente. El niño, como todos los de su edad, solo sabía de su padre por las fotografías y lo que le contaban sus mayores.
Toru deseaba con todas sus fuerzas que aquella pesadilla acabara, que Hiroshi volviera con ellos, pero sabía que serían días terribles. Días de vergüenza, de humillación, de dolor. La guerra nunca trajo nada bueno a la gente sencilla, mucho menos cuando se pierde. Sabía que Hiroshi no sería el mismo que se fue de casa. Ya no lo era cuando volvió aquella vez y le dejó un nieto en el vientre de su nuera.
Toru, después de desayunar, a eso de las siete y media de la mañana, cogió de la manita al pequeño Shinnosuke y salió al parque. La suya era una ciudad increíblemente tranquila. Quitando a los soldados que volvían a casa con permisos, apenas se veían uniformes por las calles y el enemigo nunca había aparecido por allí para regalarles sus bombas. Como los hombres estaban todos en el ejército, el trabajo duro para sobrevivir recaía en las mujeres, así que los niños solían pasar la mayor parte del tiempo jugando entre ellos, vigilados a distancia por sus abuelos.
Cuando llegaron al parque, Shinnosuke se soltó de la mano de Toru y corrió hacia sus amiguitos. Toru buscó con la mirada a sus conocidos para charlar mientras los niños jugaban. Los vio sentados alrededor de un banco al sol y se fue con ellos andando despacito, no porque no pudiera ir rápido. Todavía tenía las piernas fuertes, pero los hombres de campo siempre caminan lento y a Toru le gustaba disfrutar de cada paso que daba. Sabía que cada instante, cada movimiento, eran irrepetibles y que por su edad y las circunstancias ya no le debían quedar muchos por delante.
Cuando llegó a la reunión, notó que sus amigos estaban algo más excitados de lo normal. Él no era muy locuaz, como la mayoría de los campesinos. Siempre le había gustado más escuchar que hablar. Tras un breve saludo casi ceremonial, desplegó su alfombrilla y se sentó en el suelo mirando hacia los niños. Sus compañeros decían que se oían rumores de que la rendición estaba al caer. Su gobierno solo había puesto como condición que se respetara al Emperador, así que había mucha chanza de que el enemigo aceptara. Pensaban ellos. Todos sabían que, a pesar de la propaganda insistente del gobierno, su país estaba completamente acabado y que ya no podría resistir más. Desde luego, a ellos no les quedaban muchas fuerzas para seguir aguantando.
Toru dejó de prestar atención a la conversación y se quedó contemplando a su nieto retozando con los otros niños. Le vino a la mente su propia infancia jugando entre el arroz con barquitos hechos de cortezas de árbol. Solía pelear de broma con sus hermanos y vecinos imitando a los samuráis de las historietas que les contaban sus mayores, o eso creían ellos, porque en verdad nunca habían visto a un samurái luchar.
Pero sí que sabía cómo luchaban los soldados modernos, porque de joven tuvo que ir a la guerra contra los chinos. Aquella guerra duró poco, un año o cosa así, y para su gobierno la cosa no acabó mal. Ahí fue cuando aprendió que la guerra nunca trae nada bueno a la gente como él. Algunos en su país se enriquecieron mucho, pero el pueblo siempre pierde, de eso estaba más que seguro.
De pronto todos se callaron al oír zumbar a lo lejos un avión. Volaba muy alto. Demasiado alto. Iba solo. Nadie se asustó porque nada les hacía sospechar que aquel avión pudiera hacerles daño. Seguramente transportaría personal de un sitio a otro. Uno de los viejos dijo que, a lo mejor, eran generales americanos que venían a firmar la rendición. Todos se alegraron con esa idea.
Toru vio que el pequeño Shinnosuke venía corriendo hacia él gritando algo que no entendía. Cuando estaba más cerca oyó que decía: “abuelo, Papá. Papá, es Papá”. Se sonrió con la inocencia del niño. Como estaban las cosas, lo último que podía esperar es que a su hijo lo trajeran en avión como a los ricos.
El avión se dirigía hacia la vertical de ellos, en el mismo centro de la ciudad en dirección casi norte. Eso no cuadraba con la idea de que fueran emisarios enemigos en ruta hacia la Corte Imperial de Tokio, pero nunca quién sabía, los aviones y los barcos hacían cosas muy raras. El niño llegó y se agarró a las piernas del abuelo que se había levantado para recibirlo. Estaba muy emocionado y seguro de que su padre venía en aquel avión. Toru se dejó llevar por la alegría del niño y también deseó con toda su alma que Hiroshi descendiera de aquel aparato. Se puso de cuclillas y abrazó a su nieto con fuerza mientras las mejillas se le llenaban de lágrimas.
Fue entonces cuando todo se paró. En un instante les envolvió una luz cegadora. El sonido dejo de existir. No había viejos charlando, pájaros cantando, niños jugando. Tras el silencio llegó un viento de fuego. Sin metáfora. Era fuego de verdad que secó e inflamó todo, incluso antes de llegar. Tras la luz y el fuego, al final, debía de haberse oído un ruido infernal si hubiese quedado quien lo oyera. A lo lejos sí que lo oyeron, y vieron la luz, y sintieron el fuego. Los que estaban lejos tuvieron peor suerte. Toru y Shinnosuke dejaron esta Tierra abrazados, esperanzados, dándose el uno al otro todo su amor y prácticamente no sintieron nada al ponerse en camino en busca de sus difuntos. ¿Quién sabe si entre ellos ya estaba Hiroshi esperándolos?
___________________________________________________________________
En la práctica de esta décimo novena semana de curso, debíamos escribir un relato breve que ocurriese en un día histórico, pero sin que ese hecho histórico fuese parte principal de la historia. El fallo más grande de mi trabajo es que no cumple la premisa fundamental de la práctica. En este relato, el día histórico es central. En mi defensa diré que mi relato no va directamente sobre la bomba nuclear, que es el hecho histórico del día. La guerra es el contexto, y el contexto es ineludible, máxime cuando la guerra duraba ya ocho años. Japón invadió China en el 37, por lo tanto la guerra era lo habitual. Pero hay ocurrencias de las que nadie, y por tanto, ninguna historia, pueden zafarse, y pocas cosas serán menos evitables que una bomba atómica que te cae en lo alto. No obstante, acepto que debería haber evitado el tema por no adecuarse a las exigencias de la práctica.
Comentarios