Fuentetaja: El otro piso.
- Ludwig V. Burkes
- 5 feb 2023
- 5 Min. de lectura
El enunciado de la práctica de la semana 11 dice así:
En esta lección hemos hablado de algunos recursos que nos ayudan a crear la tensión dramática que se necesita para mantener al lector interesado por la historia que vamos a contarle. Se nos habla de un de los recursos que se usa para la construcción de relatos y novelas: el suspense. En principio, la propuesta sería escribir un texto con estas características, pero podéis complicarlo algo más y divertiros. Podéis jugar a los detectives: seguir a alguien por la calle (sin meterse en líos) imaginando los "porqués" de su trayecto, su estado de ánimo, su aspecto... Construir la trama de un cuento basada en la reconstrucción de un hecho ocurrido en el pasado. Una historia que exija indagar, en libros, testigos, lugares…
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El otro piso.
Uno se pasa la vida tratando de formarse una visión del cosmos coherente, racional, y de pronto un día, suceden cosas que le destrozan sin piedad todos los esquemas. Y no son tan pocos esos días. Todavía se me eriza la piel cuando me acuerdo de una de esas ocasiones.
Ese día debía de tener unos trece años, más o menos. Por aquel entonces todavía disfrutaba de la compañía de Javi, mi primer amigo. Javi y yo estábamos increíblemente solos en mi casa jugando y digo increíblemente porque siendo quince hermanos, mi casa era siempre una feria.
La vivienda la formaban dos apartamentos de una misma planta unidos por un corto pasillo de servicio al que daba la puerta de un montacargas. Ese pasillo era parte de las zonas comunes del edificio y, por lo tanto, sus puertas solían estar cerradas. En mi casa, sin embargo, el pasillo se consideraba parte de la vivienda y ambas puertas solían estar abiertas, de manera que uno podía acceder directamente a la casa desde la calle cogiendo el montacargas. Al pasillo de servicio daban las ventanas de dos cuartos de baño. Uno por cada apartamento.
El apartamento de la derecha albergaba la mayor parte de los dormitorios, los salones, el comedor, dos cuarto de baños, la cocina y un lavadero. En él se desarrollaba la mayor parte de la vida familiar. Por eso le llamábamos “el piso”. En el apartamento de la izquierda estaba el dormitorio de mis padres, un dormitorio de mis hermanas las pequeñas y un conjunto de habitaciones donde mi padre pasaba consulta médica todas las tardes. A éste lo llamábamos “el otro piso”.
Una de las peores cosas que te podía ocurrir mientras veías la televisión por la noche, era que mi padre te pidiese que fueses a su despacho a por las gafas. Su despacho estaba en el extremo opuesto de la casa y, con toda la familia viendo la televisión, uno debía recorrer solo los largos pasillos llenos de puertas, aventurarse en “el otro piso” a oscuras, y volver. Cuando la mala fortuna le tocaba a otro, era divertido escuchar lo lento y sigiloso que iba y el tropel que se sentía cuando corría de vuelta como alma pisándole el diablo los talones.
Pues era precisamente en “el otro piso” dónde Javi y yo jugábamos aquél día. En la consulta de mi padre para más señas. Era invierno, de noche cerrada. Con esa edad, mi amigo y yo solíamos reírnos muchísimo con cualquier bobada y teníamos mucha facilidad para inventarnos historias inquietantes con cualquier cosa que viéramos a nuestro alrededor, y a nuestro alrededor estaba el lado oscuro de la casa, donde el miedo está siempre acechando entre las sombras para saltar sobre tus tripas.
De pronto, el chirrido de una puerta. Lento, in crescendo hasta coronar con un ligero portazo que dejó tras de sí un silencio sepulcral. Javi y yo, tras un breve tiempo petrificados, nos miramos y, siguiendo nuestra máxima de sálvese quien pueda, sacamos polvo de donde no lo había corriendo despavoridos hacia “el piso”. En nuestra huida cerramos inadvertidamente la puerta del pasillo de servicio del otro piso quedando la llave por dentro. Imagino que instintivamente tratábamos de cortar el paso a cualquier cosa que quisiera darnos caza. Cuando llegamos a la salita, nos miramos y nos echamos a reír, consciente de lo ridículo de nuestro comportamiento.
No pasó mucho tiempo cuando escuchamos ruidos de pasos y puertas en el otro piso. Nos acercamos al pasillo de servicio, y fue entonces cuando nos percatamos de que la puerta estaba cerrada. ¡Qué extraño! Nadie suele entrar por la puerta principal del otro piso. Aporreamos la puerta y gritamos ¿hay alguien ahí? Los ruidos ya habían cesado antes de llegar nosotros allí, y nadie respondió a nuestras preguntas. Nos miramos extrañados, nos encogimos de hombros y volvimos a la salita de la tele a seguir con nuestras cosas.
Lo cierto es que ya no teníamos tantas ganas de jugar y no podíamos dejar de pensar en “el otro piso”. Enfrascados como estábamos montando hipótesis que explicaran aquel asunto ¡plas! ¡La cisterna del váter de mis padres! Esta vez no había duda alguna. Alguien estaba allí, en “el otro piso”.
Nos acercamos otra vez hasta la puerta del pasillo de servicio y empezamos a gritar nombres de mi familia: Papá, Mamá, Manolo, Pedro, Rocío y así. Nadie contestaba ni nadie salía del cuarto de baño. Aquello pintaba mal. Javi y yo cogimos un par de cuchillos y nos refugiamos en la salita. Allí no hacíamos más que retroalimentar nuestro miedo contando historias de terror y elaborando posibles finales macabros para aquella tarde.
Por fin, la cerradura de la entrada sonó con claridad y llegó alguien, así que Javi pudo irse a la suya sin dejarme solo a los pies de la bestia. Cuando llegaron mis hermanas las mellizas vieron que no podían ir a su cuarto, puesto que la entrada del otro piso estaba cerrada con llaves. Yo me di cuenta de que una de las ventanillas del cuarto de baño de mis padres estaba entreabierta y ¡dichosa la flexibilidad de aquellos años!, trepé y me colé dentro.
Cuando eché mano al pomo de la puerta para abrirla, no pude. ¡Qué extraño! miré al pestillo y vi con horror que estaba echado por dentro. Sentí un escalofrío recorriéndome la espalda de arriba abajo, porque caí en la cuenta de que quien hubiera echado el pestillo debía de estar aún allí dentro. Me di rápidamente la vuelta, pero allí no había nadie ¡Qué estúpido, lo hubiese visto al entrar! Aquello no era tan grande.
Salí al pasillo y abrí la puerta de servicio. Mis hermanas fueron a su cuarto, y la casa por completo se fue poco a poco iluminando y llenando de vida. Tan solo el recinto de la consulta de mi padre, separado del resto por una pesada cortina gris, permanecía tranquilo. Todavía hoy me pregunto por qué no tuve el valor de entrar allí y comprobar si había alguien. Imagino que prefería dejar la puerta abierta a una explicación racional de todo aquello.
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